“-Es una pregunta sobre el univers —dice Olga.
- Sí, sobre el firmamento —dice Vasha.
- ¿Por qué hay algo? —dice Olga.
- ¿Cómo? —pregunta el padre.
- Que por qué hay algo en lugar de no haber nada —amplía Olga.
Andréi Petróvich Pereskov se ha quedado algo lívido, rígido, petrificado. No da crédito a lo que ha oído.
-Sí. A ver. ¿Por qué hay algo en lugar de no haber nada? —repite Vasha.
Silencio.”
Exploradores del Abismo – Enrique Vilas-Matas
Tuvieron lugar hace un par de meses unos hechos de los que fui involuntario protagonista y que bien pudieran calificarse, en el mejor de los casos, de sorprendentes; siendo “sorprendentes” una forma un tanto ambigua de decir “irreales”. Pero no es tanto mi historia –insisto: víctima de las circunstancias al fin y al cabo- la que quiero contar si no otra: aquella que se ocultaba en una vieja maleta que alguien abandonó en un tren - en ese espacio oscuro e inútil que hay entre dos vagones- en el que me dirigía a los funerales de un amigo, Melífluo Algarate, y que escondía el manuscrito de una novela sin referencia al autor cuyo título rezaba “Aventuras y desventuras de un incierto Explorador del Abismo que se hacía llamar Milenao Adventino”. Me vino inmediatamente a la memoria aquella colección de relatos de nombre similar que estaban protagonizados por tan peculiares exploradores, que, tal como afirmaba su autor en una cita descontextualizada, “habían surgido de la nada y estaban destinados a llenar el vacío que se abría ante un título elegido antes de tiempo”. La misma nada, que vista en perspectiva, parece empañar este relato.
Resultaba imposible obviar la misteriosa maleta y su irresistible contenido, aunque en el honor a la verdad no hubiera resultado tan complicado como quiero hacer entender abandonarla a su destino, allí donde estaba, abierta o cerrada, o dejarla en manos del revisor y esperar que volviese, en justicia, a su propietario. Yo, que soy de natural reservado y discreto hasta el aburrimiento no pude, no quise, resistirme a la tentación de echar un vistazo al texto que daba comienzo al libro, un prólogo cuya lectura rápida, diagonal le dicen, fue lo que me llevó a bajar del tren en la siguiente estación dejándome, como no tardé en descubrir, muy lejos de mi destino; un destino al que tardaría en llegar algunos días, tantos como los que llenan un mes, perdiéndome así el funeral de mi amigo pero asistiendo, en cambio, a otro, también de un amigo, aunque entonces no lo sabía. Pero no adelantemos acontecimientos; me exigiré rigor en la narración de los hechos pues deseo que puedan ustedes entender los motivos que me obligaron a hacer lo que hice: entonces y después; de todas las cosas que pude evitar y no evité: quiero justificar ante ustedes las terribles consecuencias de mis actos de aquellos días y en parte también los de hoy: los que tiene lugar ahora: mientras escribo. Deben creerme: aquel día, al abrir la maleta, no estaba entre mis intenciones sustraer su contenido sino buscar alguna pista que me ayudase a dar con su propietario, pero el interior, a excepción de la mencionada obra, estaba completamente vacío: ni papeles, ni documentación, ni abalorio alguno: nada más que polvo y aquel extraño y anónimo manuscrito que allí mismo, entre dos vagones, ahogado por el ruido y parcialmente oculto entre las sombras de la noche, empecé a leer. Transcribo a continuación su contenido: lo que tengo ante mí: aquello que me obligó a bajar del tren robando al tiempo una maleta y el manuscrito de una novela que estaba, más tarde lo supe, todavía por acabar.
Aventuras y desventuras
de un cierto
Explorador del Abismo
que se hacía llamar
Milenao Adventino
EXORDIO
“Ahí tenemos –exclamó Meritorio Fernández a un auditorio a rebosar- por ejemplo, a Ludwig Wittgenstein, que escribió en Investigaciones Filosóficas: “¿Qué se propone uno con la filosofía? Enseñar a la mosca a escapar del frasco”.
Se imaginó Meritorio las sonrisas de su público pues no podía verlas, ciego como estaba desde aquel funesto día en que fue asaltado por una luz cegadora durante un trayecto en tren, camino a los funerales de Emilio Cohle, amigo de la infancia, y donde encontró, entre dos vagones, una vieja maleta que contenía el manuscrito de una novela sin terminar, escrita, descubrió con asombro -pues no recordaba haber hecho jamás tal cosa-, por él mismo, veinte años antes. No fue la luz, pues, lo que perdió en ese viaje, sino la lucidez, pues no era suya la maleta ni la novela, ni era su firma la estampada en la contraportada, aunque sí incluía, tal como descubrió Mosencio Rodríguez, Doctor en Psiquiatría, médico de familia e Hipnoterapeuta Aficionado, una ambigua dedicatoria a Sofisma Cohle, hermana de Emilio Cohle, aquel que debía recibir sepultura y cuyo cadáver se dio misteriosamente a la fuga camino del camposanto, acompañado como estaba el féretro por una más que notable cohorte de amigos y familiares entre los que se encontraba el propio Mosencio, que portaba, a petición del difunto, una rama de arbequina y una edición ilustrada de las memorias inéditas de Rimbaud que entre sus muchas excelencias incluía aquella que aseguraba que el poeta, en su lecho de muerte, dejaba este mundo con la palabra en la boca, quedándose para siempre con las ganas de decir algún neologismo que le sirviera de epitafio.
FIN DEL EXORDIO