martes, 1 de febrero de 2011

Meritorio Fernández (Exordio)



“-Es una pregunta sobre el univers —dice Olga.
- Sí, sobre el firmamento —dice Vasha.
- ¿Por qué hay algo? —dice Olga.
- ¿Cómo? —pregunta el padre.
- Que por qué hay algo en lugar de no haber nada —amplía Olga. 
Andréi Petróvich Pereskov se ha quedado algo lívido, rígido, petrificado. No da crédito a lo que ha oído. 
-Sí. A ver. ¿Por qué hay algo en lugar de no haber nada? —repite Vasha. 
Silencio.”
Exploradores del Abismo – Enrique Vilas-Matas




Tuvieron lugar hace un par de meses unos hechos de los que fui involuntario protagonista y que bien pudieran calificarse, en el mejor de los casos, de sorprendentes; siendo “sorprendentes” una forma un tanto ambigua de decir “irreales”. Pero no es tanto mi historia –insisto: víctima de las circunstancias al fin y al cabo- la que quiero contar si no otra: aquella que se ocultaba en una vieja maleta que alguien abandonó en un tren - en ese espacio oscuro e inútil que hay entre dos vagones- en el que me dirigía a los funerales de un amigo, Melífluo Algarate, y que escondía el manuscrito de una novela sin referencia al autor cuyo título rezaba “Aventuras y desventuras de un incierto Explorador del Abismo que se hacía llamar Milenao Adventino”. Me vino inmediatamente a la memoria aquella colección de relatos de nombre similar que estaban protagonizados por tan peculiares exploradores, que, tal como afirmaba su autor en una cita descontextualizada, “habían surgido de la nada y estaban destinados a llenar el vacío que se abría ante un título elegido antes de tiempo”. La misma nada, que vista en perspectiva, parece empañar este relato.

Resultaba imposible obviar la misteriosa maleta y su irresistible contenido, aunque en el honor a la verdad no hubiera resultado tan complicado como quiero hacer entender abandonarla a su destino, allí donde estaba, abierta o cerrada, o dejarla en manos del revisor y esperar que volviese, en justicia, a su propietario. Yo, que soy de natural reservado y discreto hasta el aburrimiento no pude, no quise, resistirme a la tentación de echar un vistazo al texto que daba comienzo al libro, un prólogo cuya lectura rápida, diagonal le dicen, fue lo que me llevó a bajar del tren en la siguiente estación dejándome, como no tardé en descubrir, muy lejos de mi destino; un destino al que tardaría en llegar algunos días, tantos como los que llenan un mes, perdiéndome así el funeral de mi amigo pero asistiendo, en cambio, a otro, también de un amigo, aunque entonces no lo sabía. Pero no adelantemos acontecimientos; me exigiré rigor en la narración de los hechos pues deseo que puedan ustedes entender los motivos que me obligaron a hacer lo que hice: entonces y después; de todas las cosas que pude evitar y no evité: quiero justificar ante ustedes las terribles consecuencias de mis actos de aquellos días y en parte también los de hoy: los que tiene lugar ahora: mientras escribo. Deben creerme: aquel día, al abrir la maleta, no estaba entre mis intenciones sustraer su contenido sino buscar alguna pista que me ayudase a dar con su propietario, pero el interior, a excepción de la mencionada obra, estaba completamente vacío: ni papeles, ni documentación, ni abalorio alguno: nada más que polvo y aquel extraño y anónimo manuscrito que allí mismo, entre dos vagones, ahogado por el ruido y parcialmente oculto entre las sombras de la noche, empecé a leer. Transcribo a continuación su contenido: lo que tengo ante mí: aquello que me obligó a bajar del tren robando al tiempo una maleta y el manuscrito de una novela que estaba, más tarde lo supe, todavía por acabar.


Aventuras y desventuras
de un cierto
Explorador del Abismo
que se hacía llamar
Milenao Adventino



EXORDIO

“Ahí tenemos –exclamó Meritorio Fernández a un auditorio a rebosar- por ejemplo, a Ludwig Wittgenstein, que escribió en Investigaciones Filosóficas: “¿Qué se propone uno con la filosofía? Enseñar a la mosca a escapar del frasco”.
Se imaginó Meritorio las sonrisas de su público pues no podía verlas, ciego como estaba desde aquel funesto día en que fue asaltado por una luz cegadora durante un trayecto en tren, camino a los funerales de Emilio Cohle, amigo de la infancia, y donde encontró, entre dos vagones, una vieja maleta que contenía el manuscrito de una novela sin terminar, escrita, descubrió con asombro -pues no recordaba haber hecho jamás tal cosa-, por él mismo, veinte años antes. No fue la luz, pues, lo que perdió en ese viaje, sino la lucidez, pues no era suya la maleta ni la novela, ni era su firma la estampada en la contraportada, aunque sí incluía, tal como descubrió Mosencio Rodríguez, Doctor en Psiquiatría, médico de familia e Hipnoterapeuta Aficionado, una ambigua dedicatoria a Sofisma Cohle, hermana de Emilio Cohle, aquel que debía recibir sepultura y cuyo cadáver se dio misteriosamente a la fuga camino del camposanto, acompañado como estaba el féretro por una más que notable cohorte de amigos y familiares entre los que se encontraba el propio Mosencio, que portaba, a petición del difunto, una rama de arbequina y una edición ilustrada de las memorias inéditas de Rimbaud que entre sus muchas excelencias incluía aquella que aseguraba que el poeta, en su lecho de muerte, dejaba este mundo con la palabra en la boca, quedándose para siempre con las ganas de decir algún neologismo que le sirviera de epitafio. 

FIN DEL EXORDIO

lunes, 25 de octubre de 2010

La Disculpa





No, yo no soy Carlos González, ni soy Tongoy. (1) Yo existo: en este plano y en el otro. No soy como él ni quiero serlo; es más, bufonadas las justas. Su enrevesada inventiva no tiene fin y me hace perder un tiempo precioso construyendo maquinarias como la de mi propia muerte con el único objetivo de hablar de algunos libros que para más inri -y esto tiene delito- ni siquiera le han gustado especialmente. No puedo negar que me divierte su juego o no me prestaría a secundarlo con algo más que pequeños comentarios en su blog. Si le dejo mi espacio unas veces o colaboramos juntos otras (como ésta) es porque, evidentemente, también me va algo en ello. Aunque en una ocasión fue él quien redactó un texto que yo publiqué como mío (que luego me hizo editar para restituirse la autoría, creando una entrada imposible de puro surrealismo) en esta ocasión me pidió que ejerciese de escritor con la (insana) intención de multiplicar las voces dando así veracidad a la inmensa mentira de ha sido esta última semana. 


Le he pedido como favor personal dar por concluida esta pequeña broma que (Tongoy) tenía intención de perpetuar durante un lapso indefinido de tiempo -para despiste del personal- porque no estoy por la labor de satisfacer ni alentar su peculiar demencia y porque no quiero alejar demasiado mi blog de la línea editorial en la que había pensado inicialmente. De hecho, creo sinceramente que ha llegado el momento de desvincular temáticas y dejar de comentar las mismas novelas para evitar la co-dependencia que veo asomar por el horizonte. Ha sido un ejercicio sano y divertido que debe dar paso a una participación más serena en base a comentarios de uno en el blog del otro. Los criptogramas de las últimas semanas pueden ser muy seductores pero poco o nada útiles a la hora de recomendar una u otra lectura que es al fin y al cabo el objetivo último que he buscado siempre con este blog. No es menos cierto que la propuesta de Tongoy goza de la ventaja de ofrecer una segunda lectura de las recomendaciones una vez que se ha leído la novela en cuestión, pero en honor a la verdad, ¿cuántos de nosotros estamos dispuestos a repetir el esfuerzo de su lectura? ¿Hasta qué punto es eso interesante para aquellos ajenos al ejercicio de la redacción? Mi propuesta (la de este “lugar común”), en cambio, es mucho más humilde y sólo pretende hablar de los libros que he leído y que han tenido un significado especial para mí. Hacerlo a través de la rama familiar y los recuerdos de mi infancia y/o juventud me simplifica la tarea de inventar artefactos imposibles que al final tendrían similares y menos creíbles resultados. La fortuna ha hecho posible que mi vida y la de los que me rodean haya estado, de un modo u otro, siempre muy vinculada a la literatura. Esto se traduce en historias, unas ciertas y otras (lo confieso) no tanto, que guardan estrecha relación con libros más o menos afortunados pero nunca exentos de interés. 


Me despido dando por cerrado este capítulo de mi/nuestra historia. A todos aquellos que hayan llegado a esta Oblomovka a través de “La medicina de Tongoy” les doy la más cordial bienvenida y les invito a visitarla cuando gusten. Al resto, gracias también por su paciencia. 




(1) Ni soy Oblomov, es verdad, pero sólo de nombre. 

jueves, 21 de octubre de 2010

LA REVELACIÓN (Carta a Tongoy)

Querido odiado: 

Debes estar bromeando. 
http://lamedicinadetongoy.blogspot.com/2010/10/la-confesion.html 

¿Pretendes hacer(me) creer que no existo? ¿Me estás diciendo que soy obra y arte tuya exclusivamente, que mis dedos no son tales ni he parido cada entrada de este blog? ¿Me conviertes en un mero instrumento literario por el simple placer de hacerlo? ¿Soy la miserable pieza de un engranaje en una maquinaria que tiene la lastimera función de escribir ficciones adulteradas con ínfulas de literalidad sobre los libros de otros? No! 
Tu blog, Tongoy, canalla, está poblado de entradas que ocultan una manifiesta incapacidad para construir tus propias historias y si esperas llenar conmigo un vacío existencial o un pasado pobre en anécdotas te has equivocado de pleno. Mis recuerdos no son los de Tongoy; mis historias no serán nunca tuyas ni tuyas serán mis hermanas ni las cartas que mi madre escribió religiosamente durante mis casi cuarenta años y que destinaba a mi buzón, no al tuyo, que malvive sumido en un persistente vacio. Has elegido crearme triste y depresivo. Me has conducido al suicidio. Me he visto arrastrado a explorar el abismo mirando sin ver con mis propios ojos como preparabas epitafio tras epitafio, como reescribías mi muerte, dejándome sólo unas veces o acompañándome cuando eso te hacía feliz para dejarme finalmente morir en un arrabal de Toledo. Me querías muerto y me mataste. Por un libro. Por un maldito libro del que no salvas nada más que la estructura y cierto presuntuoso ensayo final. 
Pero no será este mi final. No así. Me rebelo. Me niego a morir. Esta Oblomovka no caerá fácilmente; no se rendirá al primer envite. ¿Quieres que hablemos de Carrión y su novela? Hablemos: me proclamo desde este mismo instante la voz de la segunda parte, la falsa segunda temporada y su ensayo final. Creaste un Oblómov y tendrás un Oblómov aunque no quieras. Me independizo de ti. Me niego a perder mi pasado para tu satisfacción personal. Llena tu ego de algo que no sea mi muerte mientras lleno yo mi espacio, mi Oblomovka Herida, de mis propias historias. 
Me hago hoy independiente de ti y de tus miserias. 
Libre, al fin, de tus limitaciones. 

Atentamente
Oblomov Varese







lunes, 11 de octubre de 2010

Oblomovka Muerta




“Míreme bien esta noche porque dudo que vuelva a verme. Dentro de unas horas habré dejado de existir”.
Robert Johnson 


Me conocéis como Oblomov Varese pero mi nombre real responde a las iniciales DHQ. Doy este dato porque será el que os importe cuando me busquéis mañana en diarios impresos o digitales; será la clave imprescindible para dar conmigo y saber de mí; para encontrarme en las páginas de sucesos como una anotación simple en el margen derecho de una página a estas horas todavía por definir, una breve columna o un simple párrafo compartido con algún otro infeliz con una suerte parecida a la mía. Y me veréis mañana, digo, porque mañana seré noticia. Porque al cierre de esta entrada habré dejado de existir.

Es una decisión muy meditada. Largamente pensada. Es una decisión que no atiende a más razones que las mías, por muy egoísta que esto pueda parecer. Aunque cueste creerlo esta decisión no guarda relación alguna con la depresión que me fue diagnosticada el año pasado y que me retuvo inerte en la cama, que me arruinó lo que se conoce popularmente como “vida”, dejándome sin trabajo, sin amor, sin amigos, sin familia. Todo eso está más que superado; ya no me atormenta. Me clasificaron sin rubor, sin asomo de duda, como un valor establecido en ese noventa y cinco por ciento de seres humanos que sufren alguna clase de desarreglo neuronal porque los médicos que se ocupan de semejante tarea son incapaces de aceptar la existencia estadísticamente demostrada de ese cinco por ciento de personas con capacidad de dotar de un sentido filosófico a la propia muerte y porque no está facultado el facultativo para aceptar que no se cite en los manuales el diagnóstico de “trastorno existencial” y nada que no tenga que ver con la serotonina tiene que ver con él: “ni humanismos, ni ateísmos, ni otras corrientes del pensamiento". “Sólo descalabraros en ese neurotransmisor, y ninguna cosa más”, sólo “desbarajustes en la composición química del cerebro”.

Las citas corresponden a “Los Bosques de Upsala” (1), la novela de Alvaro Colomer que publicó Alfaguara este mismo año y que sirvió como detonante de la irrevocable decisión que he tomado y que dejará como epitafio esta suerte de crítica literaria. Si hay, pues, algún culpable aquí, no es otro que el señor Colomer, que con su novela ha iluminado mi desazón y mi desconcierto, la sensación de ir contracorriente, de esa enfermiza pasión por el suicidio que me ha acompañado este último año. Me justifica plenamente, lo quiera él o no.

Mi muerte no tiene pretensiones, no busca la fama ni el respeto, no espera adornar el muro de Vila-Matas y sus “Suicidios ejemplares” (novela que dejo sin leer, ya sin remedio) porque será sencilla, sin alardes, la más común y accesible de todas. Una muerte para la que me han estado entrenando durante estos últimos meses.

No quiero entrar en detalles sobre los motivos que me llevan a este final. Comprenderéis que a estas alturas lo que me menos me apetece es analizar lo analizado, volver sobre lo mismo, reproducir mi expediente, buscar excusas donde solo hay convencimiento moral de hacer lo correcto. A eso se dedican otros mejor pagados que yo y seguramente lo harán mucho más a partir de mañana. No me quiero justificar; esto no es un grito de ayuda y no lo es porque cuando sea leído será tarde para llegar a mí. Sospechaba este final desde hace tiempo, lo imaginé tal como en su día pronosticó el suyo propio Rigaut. Quizá él sí tenía más motivos para vivir de los que confesaba, aunque lo más probable es que yo sea menos exigente con mi muerte de lo que fue él con la suya:

“En el hotel de Palermo, la llave, el cerrojo y esa abertura cerrada, formaron, en ese instante y sin duda para siempre, un triángulo enigmático, donde a la vez se nos ofrece y se nos niega la obra de Rigaut. En cualquier caso, un suicidio insuperable. Recomiendo a mis amigos que no intenten mejorarlo, pues es tarea del todo imposible, y no hay nada peor que matarse, hacer el ridículo y, para colmo, no enterarse de que uno lo ha hecho”.

No quiero morir sin antes agradecer las visitas y los visitantes de este blog que han sido muchos más de los estimados inicialmente gracias a la inesperada colaboración del blog amigo “La Medicina de Tongoy” que se queda huérfano en todos sus proyectos de futuro en lo que respecta a su colaboración conmigo. Le dejo, junto a muchas otras cosas, las llaves de esta Oblomovka Herida (cadáver ya) para que haga con ella lo que considere menester.

Me voy. Es hora de tomar la medicación que no me han recetado. Es hora de dejar este sinsentido. Me voy con la convicción de hacer lo correcto. No estoy enajenado, no estoy deprimido, no estoy decepcionado con el mundo ni sus pobladores. Estoy simplemente fuera de lugar, desubicado, como si me hubiese colado en una fiesta.

Oblomov os deja, se muere. Me entra el sueño. No quiero que me encuentren en el suelo. Debo acostarme. Me vence; el sueño me vence. ¿Acaso son estas mis últimas palabras? ¿Es esto todo lo que va a quedar de mí?

Lloro. ¿Por qué lloro?





(1) Existía un bosque, allá en la Europa vikinga, al que acudían los ancianos que habían dejado de ser útiles para la comunidad. Sabían aquellos viejos que Odín, también llamado Dios de los Ahorcados, sólo les admitiría en el Gran Banquete si morían en combate o si, habiendo alcanzado la edad crítica, se apartaban voluntariamente del camino. Así que se adentraban esos hombres en la espesura, anudaban las sogas a las ramas y se dejaban caer con el orgullo de quien no titubea siquiera ante la Muerte. Dicen las crónicas que nadie descolgaba jamás sus cuerpos y que los cientos de cadáveres allí presentes, elevados todos unos centímetros por encima del suelo, constituían el paisaje más desolador, amén de poético, que uno pueda imaginar en el universo suicida. Sabemos hoy que aquel lugar, perdido por siempre en la noche de los tiempos, no era otro que los bosques de Upsala. (Alvaro Colomer, “Los bosques de Upsala”) 



jueves, 7 de octubre de 2010

Motivos para un suicidio ejemplar




“Estimado Sr. Varese: 
Le escribo con la esperanza de que se arroje pronto por la ventana de su casa. 
Doy por hecho su sorpresa al recibir esta carta y entiendo perfectamente que se tome inicialmente el asunto a broma. Es natural, no se apure. Sospecho que su primer impulso será romperla y arrojarla lejos o compartirla con amigos que probablemente no tenga y reírse a sus expensas. No cometa esos errores ni deje, por favor, tampoco de leer. 
Seré breve: siento lástima por usted. Sí, ya sé que lo supone, al fin y al cabo no es otro su objetivo en esta vida. Pertenece usted a esa porción de la especie humana que parece hallar en la conmiseración ajena una cura para el dolor. Pero no tema, tal como digo, no está usted solo. Me dedico a buscar y encontrar por el mundo gente como usted a la que ayudar a los que les ofrezco del mejor modo posible una solución a todos sus problemas, que en su caso, amigo mío, no es otro que usted mismo. 
A esta conclusión llego no sólo por los velados mensajes suicidas que ido dejando tanto en su propio blog como en los ajenos sino porque, sin haberse usted percatado, he sido su sombra estos tres últimos días. He asistido con usted a sus paseos a la vera del rio, le he visto leer en las penumbras de los cafés, visitando museos y dormitando silencioso en los parques. Hemos viajado juntos en autobús, hemos cruzado miradas y hemos intercambiado saludos con los mismos pasajeros. He visto, en definitiva, evidenciar al mundo su lastimero estado anímico, tratando de robar a los desconocidos que con usted se cruzaban gestos compasivos que llevarse a casa cada noche dando con ello un incompresible sentido a su miserable vida. 
Déjelo ya, por favor. No nos castigue más con sus ridículos desvelos y acabe con esto de una vez. Es harto evidente que su mal no tiene cura ni hay nada que podamos hacer los demás para evitar su más que evidente final. Anticípelo, por favor, y obtendrá con ello nuestra eterna gratitud. Quienes le quieren le llorarán amargamente, no me cabe duda, siempre que aplique cierta celeridad y no caiga, por exceso de celo, en el error de despertar en los ellos hastío y malestar que a la larga no le harán ningún bien. 
Espero sinceramente haberle servido de ayuda y le ruego me disculpe la impertinencia pero me he sentido en la obligación moral de decirle aquello que nadie parece atreverse. 
Suyo para los restos, 
Q. 



De todos cuantos anónimos he recibido en mi vida este ha sido, por motivos que no quiero compartir, sin duda el más inoportuno. Asistir a la vivisección de mi estado de ánimo por un desconocido es cuando menos molesto por no decir sumamente irritante. Pero ya dudo que valga la pena el esfuerzo de la refutación. No le falta razón en algunas cosas pero le sobra presunción en la mayoría. Su análisis basado en la ocasional observación no puede ser tomado en serio ni por él mismo pero aún así no dejo de tener la sensación de estar antes ciertas verdades mayúsculas que me dan mucho en qué pensar.

Atentamente,

Oblomov Varese 


martes, 28 de septiembre de 2010

MARIONETISMO. Año X. Número 121. Septiembre 2010.

Hace unos días, mientras pensaba en mis exequias y preparaba el desayuno, vi, a través de la ventana, llegar al cartero y depositar en el buzón un sobre plegado que parecía contener, por la forma y el tamaño, una revista. Como mi buzón es de natural huraño y no acostumbra a recibir visitas (mucho menos muestras gratuitas de semejante calibre) y yo no estoy suscrito a publicación periódica alguna presumí un error del funcionario que traté de evitar a la carrera, pero el temor a salir desnudo a la calle hizo que cuando por fin había acabado de ponerme algo encima ya no quedaba rastro de él.

Tal como había sospechado, el contenido del misterioso paquete que me apresuré a desempaquetar rasgando el envoltorio, era una revista. Concretamente una revista de marionetismo, arte del que no tengo la más remota idea y que básicamente parece tratar el controvertido asunto de poner en boca de otros lo que uno quiere decir. No acierto a entender que error tipográfico podía haber hecho que esa revista acabase en mi buzón pero me supuse objeto de algún muestreo de cierta editorial y lo dejé correr y aprovechando además que la mañana se presentaba ociosa la dejé junto a las tostadas para echarle un vistazo durante la ingesta. La revista, como ya dije, se llamaba “MARIONETISMO” y llevaba el subtítulo de “Artículos prétumos de incuestionable valor literario en torno al arte del Marionetismo”. Llevaba el número 121, correspondía al presente mes y la portada era una fotografía a todo color de una marioneta de madera con una larguísima nariz y sombrero de fieltro rojo que supuse debía ser Pinocho, aquel mentiroso por excelencia. Entre las secciones referidas en el índice estaban: “Pasen y vean”, “El cómico suicida”, “Falsas Especulaciones”, “Dossier: El oficio de engañar: una mentira mas”, “Reyertas, dimes y diretes”, “Espectacular!” y, sorprendentemente, señalando la página 96, el tema motivo de esta entrada: “Críticas Literarias”. Obviando el resto salté directamente a ella, ávido de descubrir qué clase de libros podía criticar una revista como esta y me encontré uno cuyo título y autor me resultaban completamente desconocidos: “El espejo deforme” de Suevio Rayón, editado por Anagramas. La portada era una fotografía en la que un hombre robusto de pelo corto y mediana edad, vestido con camisa blanca y pantalones verdes de lino, se miraba en un espejo que le ofrecía un reflejo completamente diferente: el de otro hombre, joven, delgado y vestido completamente de negro con los ojos cerrados y sumido en una profunda tristeza. Inmediatamente después del título la reseña ofrecía una breve sinopsis de la novela y a continuación el comentario de un crítico que reproduzco en su totalidad y cuyo nombre me dejó estupefacto:


“SINOPSIS: La primera novela de Suevio Rayon es la historia de un hombre de clase media que ve como su vida da un giro de 180º cuando abandona la seguridad de su vida para ingresar en el elitista y opaco “Instituto de Marionetismo” donde aprenderá a anularse a sí mismo en favor de su instrumento de trabajo (una marioneta) con el fin de dotar a éste de la mayor credibilidad posible y permitiéndole así acceder al secreto mundo del engaño y la mentira del que hasta ese momento era desconocedor”.

AUTOR: Suevio Rayón (1970) es colaborador habitual de la revista “Marionetismo” y profesor de Artes Escénicas en la Universidad Complutense de Madrid. Esta es su primera novela.

CRITICA: Suevio Rayón se aproxima con esta primera obra a los mecanismos fundamentales de la novela intimista, retratando como pocas veces las impresiones y recuerdos de los personajes que pueblan sus páginas que son en su mayoría profesores y alumnos de un instituto que enseña el noble arte de la sumisión al instrumento que será en el futuro su herramienta de trabajo: la marioneta. Jacobo, el protagonista, es un joven divertido, ingenioso, ocurrente e inteligente. Rayón ha escrito una historia aparentemente aburrida y falta de acción que esconde una segunda lectura gracias a la efervescente, coloreada y magnificada imaginación de Jacobo. Novela de lectura obligada que sin duda marcará la tendencia de la narrativa contemporánea de los próximos años y que abre nuevos caminos en el panorama español, similares a aquellos que abrieron en su momento autores como Musil o Kafka, en sus países de origen.
Soloza Camino”


La razón por la que el nombre del crítico me dejó tan sorprendido fue porque Soloza Camino es el hombre que ocupa el adosado de la izquierda, el mismo que nunca recoge la hojarasca confiando en que el viento la arrastre a mi parcela para tener así quien se ocupe de ella. El mismo que gracias a la pensión vitalicia pasa los días encerrado en una buhardilla sin otra ocupación que aporrear un teclado o, tal como lleva tres días haciendo, a exigir a gritos a un invisible interlocutor telefónico la devolución de un dinero anticipado a cambio de no sé qué servicio que había sido incumplido. Soloza Camino es el tipo de hombre al que nunca asociaríamos la labor de crítico literario fundamentalmente porque es el tipo de hombre al que no asociaríamos con ninguna actividad que requiriese el menor esfuerzo, incluyendo la colaboración en el plagio del que estaba siendo testigo. Porque un plagio era exactamente lo que parecía ser “El espejo deforme” de Suevio Rayón. La obra de referencia no podía ser otra que “Jakob Von Gunten”, de Robert Walser, una magnífica novela en la que Jakob, el protagonista, habla en primera persona de lo que le ocurre durante su estancia en el Instituto Benjamenta, institución dedicada a la formación de mayordomos, donde los niños aprenden lo que necesitan para servir a las familias pudientes: el arte de cómo estar al servicio de otros. También ésta fue considerada en su momento una novela intimista ejemplar y también se imputaron como referentes a Musil o Kafka. Al igual que la otra cuenta con un protagonista extremadamente inteligente e imaginativo que nos arrastra durante la novela por caminos que no sabemos si pertenecen al plano real o fantástico en que éste parece vivir. No solo Rayón fusila sin decoro el argumento sino que lo mismo hace a su vez Soloza con otra crítica que yo mismo, hace unas horas y con una simple búsqueda en Google, encontré en una web especializada en reseñas literarias. Eran demasiadas coincidencias en tan pocas líneas por lo que supuse que no serían las únicas. Y efectivamente así fue: dos horas de investigación bastaron para demostrarme que todo, absolutamente todo cuánto se decía en la revista era falso: una monumental mentira de 124 páginas. Ni los reseñistas de otros artículos, ni los miembros de la editorial, ni la editorial misma parecían existir en otro espacio que no fuese la revista que tenía ante mis ojos. Fue entonces cuando caí en la cuenta de dos pequeños detalle que había pasado por alto: el primero era que el sobre en que venía la revista no era de una editorial, tal como me había parecido y dado por hecho inicialmente, sino de una pequeña imprenta del centro por delante de la cual he pasado un par de veces el último mes y segundo: el nombre que figuraba en la etiqueta no era el mío sino el de mi vecino. Había sido pues, un error tanto del cartero al meterlo en mi buzón, como propio, por no haberme fijado en algo tan evidente. Ahora esta revista es un problema enorme. Devolverla equivaldría a confesar el delito que supone abrir correspondencia ajena, arriesgándome además con ello a desvelar a un hombre de manifiesto carácter violento que soy conocedor de su secreto: el de ser ideólogo y editor de una falsa revista de un único número con la mediocre aspiración de convertirlo en crítico literario de segunda fila. No devolverlo me convierte en poseedor de un artículo tan único como inútil.


Y en esas estamos.