lunes, 25 de octubre de 2010

La Disculpa





No, yo no soy Carlos González, ni soy Tongoy. (1) Yo existo: en este plano y en el otro. No soy como él ni quiero serlo; es más, bufonadas las justas. Su enrevesada inventiva no tiene fin y me hace perder un tiempo precioso construyendo maquinarias como la de mi propia muerte con el único objetivo de hablar de algunos libros que para más inri -y esto tiene delito- ni siquiera le han gustado especialmente. No puedo negar que me divierte su juego o no me prestaría a secundarlo con algo más que pequeños comentarios en su blog. Si le dejo mi espacio unas veces o colaboramos juntos otras (como ésta) es porque, evidentemente, también me va algo en ello. Aunque en una ocasión fue él quien redactó un texto que yo publiqué como mío (que luego me hizo editar para restituirse la autoría, creando una entrada imposible de puro surrealismo) en esta ocasión me pidió que ejerciese de escritor con la (insana) intención de multiplicar las voces dando así veracidad a la inmensa mentira de ha sido esta última semana. 


Le he pedido como favor personal dar por concluida esta pequeña broma que (Tongoy) tenía intención de perpetuar durante un lapso indefinido de tiempo -para despiste del personal- porque no estoy por la labor de satisfacer ni alentar su peculiar demencia y porque no quiero alejar demasiado mi blog de la línea editorial en la que había pensado inicialmente. De hecho, creo sinceramente que ha llegado el momento de desvincular temáticas y dejar de comentar las mismas novelas para evitar la co-dependencia que veo asomar por el horizonte. Ha sido un ejercicio sano y divertido que debe dar paso a una participación más serena en base a comentarios de uno en el blog del otro. Los criptogramas de las últimas semanas pueden ser muy seductores pero poco o nada útiles a la hora de recomendar una u otra lectura que es al fin y al cabo el objetivo último que he buscado siempre con este blog. No es menos cierto que la propuesta de Tongoy goza de la ventaja de ofrecer una segunda lectura de las recomendaciones una vez que se ha leído la novela en cuestión, pero en honor a la verdad, ¿cuántos de nosotros estamos dispuestos a repetir el esfuerzo de su lectura? ¿Hasta qué punto es eso interesante para aquellos ajenos al ejercicio de la redacción? Mi propuesta (la de este “lugar común”), en cambio, es mucho más humilde y sólo pretende hablar de los libros que he leído y que han tenido un significado especial para mí. Hacerlo a través de la rama familiar y los recuerdos de mi infancia y/o juventud me simplifica la tarea de inventar artefactos imposibles que al final tendrían similares y menos creíbles resultados. La fortuna ha hecho posible que mi vida y la de los que me rodean haya estado, de un modo u otro, siempre muy vinculada a la literatura. Esto se traduce en historias, unas ciertas y otras (lo confieso) no tanto, que guardan estrecha relación con libros más o menos afortunados pero nunca exentos de interés. 


Me despido dando por cerrado este capítulo de mi/nuestra historia. A todos aquellos que hayan llegado a esta Oblomovka a través de “La medicina de Tongoy” les doy la más cordial bienvenida y les invito a visitarla cuando gusten. Al resto, gracias también por su paciencia. 




(1) Ni soy Oblomov, es verdad, pero sólo de nombre. 

jueves, 21 de octubre de 2010

LA REVELACIÓN (Carta a Tongoy)

Querido odiado: 

Debes estar bromeando. 
http://lamedicinadetongoy.blogspot.com/2010/10/la-confesion.html 

¿Pretendes hacer(me) creer que no existo? ¿Me estás diciendo que soy obra y arte tuya exclusivamente, que mis dedos no son tales ni he parido cada entrada de este blog? ¿Me conviertes en un mero instrumento literario por el simple placer de hacerlo? ¿Soy la miserable pieza de un engranaje en una maquinaria que tiene la lastimera función de escribir ficciones adulteradas con ínfulas de literalidad sobre los libros de otros? No! 
Tu blog, Tongoy, canalla, está poblado de entradas que ocultan una manifiesta incapacidad para construir tus propias historias y si esperas llenar conmigo un vacío existencial o un pasado pobre en anécdotas te has equivocado de pleno. Mis recuerdos no son los de Tongoy; mis historias no serán nunca tuyas ni tuyas serán mis hermanas ni las cartas que mi madre escribió religiosamente durante mis casi cuarenta años y que destinaba a mi buzón, no al tuyo, que malvive sumido en un persistente vacio. Has elegido crearme triste y depresivo. Me has conducido al suicidio. Me he visto arrastrado a explorar el abismo mirando sin ver con mis propios ojos como preparabas epitafio tras epitafio, como reescribías mi muerte, dejándome sólo unas veces o acompañándome cuando eso te hacía feliz para dejarme finalmente morir en un arrabal de Toledo. Me querías muerto y me mataste. Por un libro. Por un maldito libro del que no salvas nada más que la estructura y cierto presuntuoso ensayo final. 
Pero no será este mi final. No así. Me rebelo. Me niego a morir. Esta Oblomovka no caerá fácilmente; no se rendirá al primer envite. ¿Quieres que hablemos de Carrión y su novela? Hablemos: me proclamo desde este mismo instante la voz de la segunda parte, la falsa segunda temporada y su ensayo final. Creaste un Oblómov y tendrás un Oblómov aunque no quieras. Me independizo de ti. Me niego a perder mi pasado para tu satisfacción personal. Llena tu ego de algo que no sea mi muerte mientras lleno yo mi espacio, mi Oblomovka Herida, de mis propias historias. 
Me hago hoy independiente de ti y de tus miserias. 
Libre, al fin, de tus limitaciones. 

Atentamente
Oblomov Varese







lunes, 11 de octubre de 2010

Oblomovka Muerta




“Míreme bien esta noche porque dudo que vuelva a verme. Dentro de unas horas habré dejado de existir”.
Robert Johnson 


Me conocéis como Oblomov Varese pero mi nombre real responde a las iniciales DHQ. Doy este dato porque será el que os importe cuando me busquéis mañana en diarios impresos o digitales; será la clave imprescindible para dar conmigo y saber de mí; para encontrarme en las páginas de sucesos como una anotación simple en el margen derecho de una página a estas horas todavía por definir, una breve columna o un simple párrafo compartido con algún otro infeliz con una suerte parecida a la mía. Y me veréis mañana, digo, porque mañana seré noticia. Porque al cierre de esta entrada habré dejado de existir.

Es una decisión muy meditada. Largamente pensada. Es una decisión que no atiende a más razones que las mías, por muy egoísta que esto pueda parecer. Aunque cueste creerlo esta decisión no guarda relación alguna con la depresión que me fue diagnosticada el año pasado y que me retuvo inerte en la cama, que me arruinó lo que se conoce popularmente como “vida”, dejándome sin trabajo, sin amor, sin amigos, sin familia. Todo eso está más que superado; ya no me atormenta. Me clasificaron sin rubor, sin asomo de duda, como un valor establecido en ese noventa y cinco por ciento de seres humanos que sufren alguna clase de desarreglo neuronal porque los médicos que se ocupan de semejante tarea son incapaces de aceptar la existencia estadísticamente demostrada de ese cinco por ciento de personas con capacidad de dotar de un sentido filosófico a la propia muerte y porque no está facultado el facultativo para aceptar que no se cite en los manuales el diagnóstico de “trastorno existencial” y nada que no tenga que ver con la serotonina tiene que ver con él: “ni humanismos, ni ateísmos, ni otras corrientes del pensamiento". “Sólo descalabraros en ese neurotransmisor, y ninguna cosa más”, sólo “desbarajustes en la composición química del cerebro”.

Las citas corresponden a “Los Bosques de Upsala” (1), la novela de Alvaro Colomer que publicó Alfaguara este mismo año y que sirvió como detonante de la irrevocable decisión que he tomado y que dejará como epitafio esta suerte de crítica literaria. Si hay, pues, algún culpable aquí, no es otro que el señor Colomer, que con su novela ha iluminado mi desazón y mi desconcierto, la sensación de ir contracorriente, de esa enfermiza pasión por el suicidio que me ha acompañado este último año. Me justifica plenamente, lo quiera él o no.

Mi muerte no tiene pretensiones, no busca la fama ni el respeto, no espera adornar el muro de Vila-Matas y sus “Suicidios ejemplares” (novela que dejo sin leer, ya sin remedio) porque será sencilla, sin alardes, la más común y accesible de todas. Una muerte para la que me han estado entrenando durante estos últimos meses.

No quiero entrar en detalles sobre los motivos que me llevan a este final. Comprenderéis que a estas alturas lo que me menos me apetece es analizar lo analizado, volver sobre lo mismo, reproducir mi expediente, buscar excusas donde solo hay convencimiento moral de hacer lo correcto. A eso se dedican otros mejor pagados que yo y seguramente lo harán mucho más a partir de mañana. No me quiero justificar; esto no es un grito de ayuda y no lo es porque cuando sea leído será tarde para llegar a mí. Sospechaba este final desde hace tiempo, lo imaginé tal como en su día pronosticó el suyo propio Rigaut. Quizá él sí tenía más motivos para vivir de los que confesaba, aunque lo más probable es que yo sea menos exigente con mi muerte de lo que fue él con la suya:

“En el hotel de Palermo, la llave, el cerrojo y esa abertura cerrada, formaron, en ese instante y sin duda para siempre, un triángulo enigmático, donde a la vez se nos ofrece y se nos niega la obra de Rigaut. En cualquier caso, un suicidio insuperable. Recomiendo a mis amigos que no intenten mejorarlo, pues es tarea del todo imposible, y no hay nada peor que matarse, hacer el ridículo y, para colmo, no enterarse de que uno lo ha hecho”.

No quiero morir sin antes agradecer las visitas y los visitantes de este blog que han sido muchos más de los estimados inicialmente gracias a la inesperada colaboración del blog amigo “La Medicina de Tongoy” que se queda huérfano en todos sus proyectos de futuro en lo que respecta a su colaboración conmigo. Le dejo, junto a muchas otras cosas, las llaves de esta Oblomovka Herida (cadáver ya) para que haga con ella lo que considere menester.

Me voy. Es hora de tomar la medicación que no me han recetado. Es hora de dejar este sinsentido. Me voy con la convicción de hacer lo correcto. No estoy enajenado, no estoy deprimido, no estoy decepcionado con el mundo ni sus pobladores. Estoy simplemente fuera de lugar, desubicado, como si me hubiese colado en una fiesta.

Oblomov os deja, se muere. Me entra el sueño. No quiero que me encuentren en el suelo. Debo acostarme. Me vence; el sueño me vence. ¿Acaso son estas mis últimas palabras? ¿Es esto todo lo que va a quedar de mí?

Lloro. ¿Por qué lloro?





(1) Existía un bosque, allá en la Europa vikinga, al que acudían los ancianos que habían dejado de ser útiles para la comunidad. Sabían aquellos viejos que Odín, también llamado Dios de los Ahorcados, sólo les admitiría en el Gran Banquete si morían en combate o si, habiendo alcanzado la edad crítica, se apartaban voluntariamente del camino. Así que se adentraban esos hombres en la espesura, anudaban las sogas a las ramas y se dejaban caer con el orgullo de quien no titubea siquiera ante la Muerte. Dicen las crónicas que nadie descolgaba jamás sus cuerpos y que los cientos de cadáveres allí presentes, elevados todos unos centímetros por encima del suelo, constituían el paisaje más desolador, amén de poético, que uno pueda imaginar en el universo suicida. Sabemos hoy que aquel lugar, perdido por siempre en la noche de los tiempos, no era otro que los bosques de Upsala. (Alvaro Colomer, “Los bosques de Upsala”) 



jueves, 7 de octubre de 2010

Motivos para un suicidio ejemplar




“Estimado Sr. Varese: 
Le escribo con la esperanza de que se arroje pronto por la ventana de su casa. 
Doy por hecho su sorpresa al recibir esta carta y entiendo perfectamente que se tome inicialmente el asunto a broma. Es natural, no se apure. Sospecho que su primer impulso será romperla y arrojarla lejos o compartirla con amigos que probablemente no tenga y reírse a sus expensas. No cometa esos errores ni deje, por favor, tampoco de leer. 
Seré breve: siento lástima por usted. Sí, ya sé que lo supone, al fin y al cabo no es otro su objetivo en esta vida. Pertenece usted a esa porción de la especie humana que parece hallar en la conmiseración ajena una cura para el dolor. Pero no tema, tal como digo, no está usted solo. Me dedico a buscar y encontrar por el mundo gente como usted a la que ayudar a los que les ofrezco del mejor modo posible una solución a todos sus problemas, que en su caso, amigo mío, no es otro que usted mismo. 
A esta conclusión llego no sólo por los velados mensajes suicidas que ido dejando tanto en su propio blog como en los ajenos sino porque, sin haberse usted percatado, he sido su sombra estos tres últimos días. He asistido con usted a sus paseos a la vera del rio, le he visto leer en las penumbras de los cafés, visitando museos y dormitando silencioso en los parques. Hemos viajado juntos en autobús, hemos cruzado miradas y hemos intercambiado saludos con los mismos pasajeros. He visto, en definitiva, evidenciar al mundo su lastimero estado anímico, tratando de robar a los desconocidos que con usted se cruzaban gestos compasivos que llevarse a casa cada noche dando con ello un incompresible sentido a su miserable vida. 
Déjelo ya, por favor. No nos castigue más con sus ridículos desvelos y acabe con esto de una vez. Es harto evidente que su mal no tiene cura ni hay nada que podamos hacer los demás para evitar su más que evidente final. Anticípelo, por favor, y obtendrá con ello nuestra eterna gratitud. Quienes le quieren le llorarán amargamente, no me cabe duda, siempre que aplique cierta celeridad y no caiga, por exceso de celo, en el error de despertar en los ellos hastío y malestar que a la larga no le harán ningún bien. 
Espero sinceramente haberle servido de ayuda y le ruego me disculpe la impertinencia pero me he sentido en la obligación moral de decirle aquello que nadie parece atreverse. 
Suyo para los restos, 
Q. 



De todos cuantos anónimos he recibido en mi vida este ha sido, por motivos que no quiero compartir, sin duda el más inoportuno. Asistir a la vivisección de mi estado de ánimo por un desconocido es cuando menos molesto por no decir sumamente irritante. Pero ya dudo que valga la pena el esfuerzo de la refutación. No le falta razón en algunas cosas pero le sobra presunción en la mayoría. Su análisis basado en la ocasional observación no puede ser tomado en serio ni por él mismo pero aún así no dejo de tener la sensación de estar antes ciertas verdades mayúsculas que me dan mucho en qué pensar.

Atentamente,

Oblomov Varese 


martes, 28 de septiembre de 2010

MARIONETISMO. Año X. Número 121. Septiembre 2010.

Hace unos días, mientras pensaba en mis exequias y preparaba el desayuno, vi, a través de la ventana, llegar al cartero y depositar en el buzón un sobre plegado que parecía contener, por la forma y el tamaño, una revista. Como mi buzón es de natural huraño y no acostumbra a recibir visitas (mucho menos muestras gratuitas de semejante calibre) y yo no estoy suscrito a publicación periódica alguna presumí un error del funcionario que traté de evitar a la carrera, pero el temor a salir desnudo a la calle hizo que cuando por fin había acabado de ponerme algo encima ya no quedaba rastro de él.

Tal como había sospechado, el contenido del misterioso paquete que me apresuré a desempaquetar rasgando el envoltorio, era una revista. Concretamente una revista de marionetismo, arte del que no tengo la más remota idea y que básicamente parece tratar el controvertido asunto de poner en boca de otros lo que uno quiere decir. No acierto a entender que error tipográfico podía haber hecho que esa revista acabase en mi buzón pero me supuse objeto de algún muestreo de cierta editorial y lo dejé correr y aprovechando además que la mañana se presentaba ociosa la dejé junto a las tostadas para echarle un vistazo durante la ingesta. La revista, como ya dije, se llamaba “MARIONETISMO” y llevaba el subtítulo de “Artículos prétumos de incuestionable valor literario en torno al arte del Marionetismo”. Llevaba el número 121, correspondía al presente mes y la portada era una fotografía a todo color de una marioneta de madera con una larguísima nariz y sombrero de fieltro rojo que supuse debía ser Pinocho, aquel mentiroso por excelencia. Entre las secciones referidas en el índice estaban: “Pasen y vean”, “El cómico suicida”, “Falsas Especulaciones”, “Dossier: El oficio de engañar: una mentira mas”, “Reyertas, dimes y diretes”, “Espectacular!” y, sorprendentemente, señalando la página 96, el tema motivo de esta entrada: “Críticas Literarias”. Obviando el resto salté directamente a ella, ávido de descubrir qué clase de libros podía criticar una revista como esta y me encontré uno cuyo título y autor me resultaban completamente desconocidos: “El espejo deforme” de Suevio Rayón, editado por Anagramas. La portada era una fotografía en la que un hombre robusto de pelo corto y mediana edad, vestido con camisa blanca y pantalones verdes de lino, se miraba en un espejo que le ofrecía un reflejo completamente diferente: el de otro hombre, joven, delgado y vestido completamente de negro con los ojos cerrados y sumido en una profunda tristeza. Inmediatamente después del título la reseña ofrecía una breve sinopsis de la novela y a continuación el comentario de un crítico que reproduzco en su totalidad y cuyo nombre me dejó estupefacto:


“SINOPSIS: La primera novela de Suevio Rayon es la historia de un hombre de clase media que ve como su vida da un giro de 180º cuando abandona la seguridad de su vida para ingresar en el elitista y opaco “Instituto de Marionetismo” donde aprenderá a anularse a sí mismo en favor de su instrumento de trabajo (una marioneta) con el fin de dotar a éste de la mayor credibilidad posible y permitiéndole así acceder al secreto mundo del engaño y la mentira del que hasta ese momento era desconocedor”.

AUTOR: Suevio Rayón (1970) es colaborador habitual de la revista “Marionetismo” y profesor de Artes Escénicas en la Universidad Complutense de Madrid. Esta es su primera novela.

CRITICA: Suevio Rayón se aproxima con esta primera obra a los mecanismos fundamentales de la novela intimista, retratando como pocas veces las impresiones y recuerdos de los personajes que pueblan sus páginas que son en su mayoría profesores y alumnos de un instituto que enseña el noble arte de la sumisión al instrumento que será en el futuro su herramienta de trabajo: la marioneta. Jacobo, el protagonista, es un joven divertido, ingenioso, ocurrente e inteligente. Rayón ha escrito una historia aparentemente aburrida y falta de acción que esconde una segunda lectura gracias a la efervescente, coloreada y magnificada imaginación de Jacobo. Novela de lectura obligada que sin duda marcará la tendencia de la narrativa contemporánea de los próximos años y que abre nuevos caminos en el panorama español, similares a aquellos que abrieron en su momento autores como Musil o Kafka, en sus países de origen.
Soloza Camino”


La razón por la que el nombre del crítico me dejó tan sorprendido fue porque Soloza Camino es el hombre que ocupa el adosado de la izquierda, el mismo que nunca recoge la hojarasca confiando en que el viento la arrastre a mi parcela para tener así quien se ocupe de ella. El mismo que gracias a la pensión vitalicia pasa los días encerrado en una buhardilla sin otra ocupación que aporrear un teclado o, tal como lleva tres días haciendo, a exigir a gritos a un invisible interlocutor telefónico la devolución de un dinero anticipado a cambio de no sé qué servicio que había sido incumplido. Soloza Camino es el tipo de hombre al que nunca asociaríamos la labor de crítico literario fundamentalmente porque es el tipo de hombre al que no asociaríamos con ninguna actividad que requiriese el menor esfuerzo, incluyendo la colaboración en el plagio del que estaba siendo testigo. Porque un plagio era exactamente lo que parecía ser “El espejo deforme” de Suevio Rayón. La obra de referencia no podía ser otra que “Jakob Von Gunten”, de Robert Walser, una magnífica novela en la que Jakob, el protagonista, habla en primera persona de lo que le ocurre durante su estancia en el Instituto Benjamenta, institución dedicada a la formación de mayordomos, donde los niños aprenden lo que necesitan para servir a las familias pudientes: el arte de cómo estar al servicio de otros. También ésta fue considerada en su momento una novela intimista ejemplar y también se imputaron como referentes a Musil o Kafka. Al igual que la otra cuenta con un protagonista extremadamente inteligente e imaginativo que nos arrastra durante la novela por caminos que no sabemos si pertenecen al plano real o fantástico en que éste parece vivir. No solo Rayón fusila sin decoro el argumento sino que lo mismo hace a su vez Soloza con otra crítica que yo mismo, hace unas horas y con una simple búsqueda en Google, encontré en una web especializada en reseñas literarias. Eran demasiadas coincidencias en tan pocas líneas por lo que supuse que no serían las únicas. Y efectivamente así fue: dos horas de investigación bastaron para demostrarme que todo, absolutamente todo cuánto se decía en la revista era falso: una monumental mentira de 124 páginas. Ni los reseñistas de otros artículos, ni los miembros de la editorial, ni la editorial misma parecían existir en otro espacio que no fuese la revista que tenía ante mis ojos. Fue entonces cuando caí en la cuenta de dos pequeños detalle que había pasado por alto: el primero era que el sobre en que venía la revista no era de una editorial, tal como me había parecido y dado por hecho inicialmente, sino de una pequeña imprenta del centro por delante de la cual he pasado un par de veces el último mes y segundo: el nombre que figuraba en la etiqueta no era el mío sino el de mi vecino. Había sido pues, un error tanto del cartero al meterlo en mi buzón, como propio, por no haberme fijado en algo tan evidente. Ahora esta revista es un problema enorme. Devolverla equivaldría a confesar el delito que supone abrir correspondencia ajena, arriesgándome además con ello a desvelar a un hombre de manifiesto carácter violento que soy conocedor de su secreto: el de ser ideólogo y editor de una falsa revista de un único número con la mediocre aspiración de convertirlo en crítico literario de segunda fila. No devolverlo me convierte en poseedor de un artículo tan único como inútil.


Y en esas estamos.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Sr. Harnois Gobeil, organista y profesor



Mi primer contacto con el suicidio fue través de mi abuelo, que es ese señor de la fotografía. Se llamaba Harnois Gobeil y si tiene cara de loco es porque realmente lo estaba. Rematadamente loco, para ser exactos. Su muerte, causada por una “fractura craneal masiva”, se produjo por impacto contra el cemento del aparcamiento del Hospital Psiquiátrico de Quebec después de saltar al vacío desde la ventana de la habitación de la tercera planta que compartía con otros dos pacientes. Se había pasado cinco años en un estado de reclusión involuntaria, encadenando pitillo tras otro hasta provocarse un enfisema pulmonar agravado con una disnea paroxística nocturna que es algo así como despertarse una y otra vez durante la noche por falta de oxígeno. Una muerte pobre en lírica. En su defensa diré que la idea del suicidio fue probablemente la mejor y más lúcida de cuantas había tenido en los últimos años, donde la desesperanza y la locura lo condujeron al lamentable estado físico que llegó a alcanzar. Esa foto en apariencia tan antigua fue tomada una par de semanas antes de su muerte, en octubre de 1983, cuando lo avanzado de la enfermedad hacía temer por su vida y los médicos optaron por reducirle drásticamente los paseos por los jardines para protegerlo así del frio del otoño.


Que traiga yo hoy a colación su vida no es casual. Responde a un motivo que no viene a cuento pero me sirve de excusa para hablar de él. No me ha entrado la nostalgia, ni me ha dado por llorar al recordarlo porque lo cierto es que nunca lo conocí personalmente ni llegué a sentir hacía él nada especial. Siempre fue para mí un viejo músico demente, un organista de corales, un profesor de medio pelo que vivía en Canadá; que cruzaba cartas con mi madre muy de vez en cuando (cartas que guarda celosamente y no me ha dejado nunca leer) y que llamaba a cobro revertido siempre de madrugada. Ni nos encontramos ni cruzamos jamás palabra alguna, aunque con el tiempo llegue a descubrir historias increíbles que sólo en contadas ocasiones llegaron a salir del círculo familiar. Y no salieron ni por prudencia ni por orgullo ni por vergüenza sino simplemente por cariño.


Sé, por ejemplo, que mi abuelo es el protagonista de una de las novelas de Gaetan Soucy. Concretamente de una llamada “La Absolución”. La historia de la novela, de la que os podréis informar en cualquier parte, es la historia de un hombre que busca desesperadamente el perdón de una mujer. Es una descorazonadora aventura que protagonizó mi abuelo durante el invierno de 1935, cuando por motivos que debo callar por respeto al misterio de la novela, viajó por segunda y última vez en su vida a Hallstatt, uno de esos pequeños e idílicos pueblos austríacos a las orillas de un lago entre las montañas que son ideales postales navideñas y donde veinte años antes había sido profesor de piano de los hijos de un destacado comerciante. Es la historia de cómo mi abuelo dejó de ser el que siempre había sido para convertirse en la sombra de sí mismo, un hombre invisible a los ojos de cualquiera.


Cómo llegó a enterarse el Sr. Soucy de la historia es algo que solo podemos suponer. Sabemos que veinticinco años antes de su muerte mi abuelo había sido profesor de música en la misma universidad en la que años más tarde estudiaría física el popular escritor, pero las fechas no coinciden ya que por entonces Gaetan Soucy no había nacido todavía. Suponemos pues que por alguna desconocida razón debieron coincidir en algún momento hacia el final de la vida de mi abuelo, quizá cuando este entraba irremediablemente en la demencia, quizá cuando estaba ya sumido en ella. En cualquier caso descubrir tantas coincidencias en la historia de ambos era cuando menos sospechoso y es por eso que muchos años después, al poco de poco de publicarse la novela y alentado por mis hermanos, envié al escritor una carta en la que le hacía partícipe de nuestras sospechas y le pedía una explicación, “sin ánimo”, le aclaré, “de entrometernos en modo alguno en el éxito de la novela”. “La absolución”, que por entonces acumulaba ya diversos premios, destacaba por haber ganado en 1998 el Grand Prix du livre de Montreal, reportándole así un importante reconocimiento en su país. A día de hoy no he recibido todavía contestación alguna. No he vuelto a insistir y he aceptado su silencio como la constatación de que realmente mi abuelo es ese personaje de ficción llamado Louis Bapaume y que la historia, versionada en puntos concretos y nada relevantes, de la que Gaetan Soucy se hace eco, es, en realidad, el historia de mi abuelo, el Sr. Harnois Gobeil, organista y profesor.

viernes, 17 de septiembre de 2010

La niña de mis ojos




Miren, les voy a contar otra de esas verdades como puños que me salen sin querer y que me vino a la cabeza hace unas semanas a raíz de la lectura de la novela que motiva este discurso y que acabó en mis manos por puro azar y bajo la influencia de cual estoy todavía. Por puro azar (el mío, porque el azar de quien me lo dio no fue), estoy ahora aquí balando esto. Azar de quien me lo dio sería tirar el libro al aire sobre una embravecida multitud, ávida toda ella de literatura portátil y rezar para que a quien le cayese encima no le rompiese la crisma y que además, sorpresa, fuese también aguerrido amante de la literatura, desconociese o no autor y obra y abriese un blog para contarlo, acabado el hecho de la lectura misma o durante o según cuando tocase. No es mi caso. A mí me prestó mi hermana cuando fui a comer a su casa el otro día. Mi hermana es un ser angelical por naturaleza y convicción: nació queriendo ser buena y dedicó todos los corporales años de su vida a conseguirlo con el único fin de evitar que una vez entregado su espíritu sus despojos decúbito supino crispados de un dolor del que sólo quedase la corteza fuesen atrincherados en el cajón de muerto, como a ella gustaba decir, y acabasen como boñigas de camello en algún arrozal. Y es que a mi hermana le hizo mucho daño leer con siete años la ética de Spinoza, qué duda cabe, de la cual yo no entendía a mis diez ni jota y por cual de la cual tiene ella hoy todavía parquedad en el habla. Me mataba recibir sus preguntas planteadas como sustento vomitado; preguntas que hoy, que somos ilustrados, nos parecen inútiles y lastimosas pero que entonces sumidos en ignorancia manifiesta creíamos a pies juntillas necesarias para el alma y determinantes para precisar la situación del universo a mí y a mi hermana.



La verdad de la que hablaba arriba es tan sencilla como el parto de una coneja: no se encuentran novelas como esta cada día. Y la historia es cosa suya: leerla y vivirla o dejarla y quedarse dormido en la supina ignorancia de lo que vale la pena. 


jueves, 2 de septiembre de 2010

Otra vuelta de tuerca - Henry James




Estimado.
 La Sra. Leidi Morgana tiene el placer de invitarle a la lectura de la novela de Henry James “Otra vuelta de tuerca” que tendrá lugar en la mansión Dropé los días 25 y 26 de septiembre de 1999 y que correrá a cargo del renombrado lector a voz en grito Armando Labuena, reconocido artista en todos los órdenes de la vida y de la Srta. Samuela Princetón indiscutible creadora del ensayo musical “Polifonía De Dos PoliTonos, Contramulso de Pollo y Bajo Cubierta” que estarán acompañados por las nóveles voces de los “Niños de la Sabia Dulce  y el Bocata de Chopped” que son a su vez y por descontado ejemplos vivientes.
 El relato se servirá frio y al calor de la chimenea y se acompañará de la obra para orquesta de cámara “Ramifications” de György Ligeti adaptado para fonógrafo Edison modelo estándar de 1900. Si el tiempo acompaña podrá disfrutarse también de una leve brisa marina que agite los velos rasgados que harán las veces de cortina en el salón y que confiamos no apaguen las velas que sostendrán el ambiente.
 Se recomienda que su asistencia venga acompañada de un estado de ánimo favorable que bien pudiera ser inducido por la lectura de algún relato gótico que, confiando en su buen gusto, dejamos a su elección. Le recordamos asimismo el compromiso adquirido en el pasado de asistir a los eventos en traje de monta.
 Sin otro particular ni admitiendo excusas quedamos a la espera de su visita,
 Atentamente
             Los habitantes casuales de la Casa Dropé




Esta carta la recibí un verano de hace unos doce años. Podéis verlo en la fecha. No creo que haga falta decir que no hay asomo de verdad en todo lo que dice a excepción del hecho concreto que es la lectura dialogada de la novela de Henry James. El resto, nombres y obras, son ficción y tienen mucho que ver con bromas privadas de mi familia de las que si llega la ocasión y viene al caso hablaré en otro momento. No hay por lo tanto herencia genética que me haga temer por mi salud mental en el futuro. No por esta rama de la familia, al menos.

Vamos a ubicarnos: la Mansión Dropé, para que no haya dudas, no es tal mansión, aunque no está de más reconocerle cierto valor arquitectónico quizá basado en la teoría del caos. Fue un encargo de unos emigrantes españoles que viajaban habitualmente a España y que se hicieron construir una réplica casi exacta y de bajo presupuesto de cierta mansión colonial del sur de América; del tipo de construcciones que abundan tanto en las adaptaciones cinematográficas de las obras de Tennessee Williams. Que fuese de bajo presupuesto implicaba dos cosas: materiales de desecho y plazos interminables de demora. La construcción, todavía inacabada, se prolongó durante años y esta sí merece una entrada aparte en este blog aunque sea difícil vincularla a alguna novela concreta. Cuando digo “inacabada” no quiero dar la imagen de una de ladrillo visto y tejado a medio construir. En absoluto. “Inacabada” se refiere a que desde que tengo uso de razón la he visto siempre en obras. No ha habido ni una sola vez que recuerde en que haya ido de visita y no me haya encontrado uno o dos andamios en alguna parte. Las habitaciones nunca son las mismas y donde un día hay una galería al mes siguiente bien pudiera haber un pozo o un altillo sin columnas. Las leyes físicas parecen no tener cabida allí. No ha dejado nunca de asombrarme la capacidad de Morgana para vivir en un estado de itinerancia local permanente. 

Me vais a permitir que de mis familiares, los protagonistas de esta entrada, no os ofrezca más que unas breves pinceladas: Leidi Morgana es la madrina de Samuela Princetón que a su vez es mi hermana y esposa de Armando Labuena y madre también de los “Niños de la Sabia Dulce y el bocata de Chopped”. Los motivos de los nombre los dejamos, como dije antes, para mejor ocasión y los reales me los guardo aprovechando que a nadie le importan.

Qué duda cabe que asistí al acto en cuestión. Yo y aproximadamente veinte personas más, porque ese era, según Morgana “el número aproximado de gente que asiste a la lectura en la novela y que coincide además con el número aproximado de gente a la que quise invitar”. Hubo cena de gala esa noche, a la luz de los candelabros y aunque logré evitar el traje de monta nadie me pudo librar del chaleco y la corbata; pero nobleza obliga y la noche se prestaba a satisfacer la pantomima que mi tía nos había deparado. Hubo brisa también, suave pero no marina puesto que no hay costa, pero el cortinaje sufrió las idas y venidas para las que había sido destinado. No faltó el jerez ni la cantata en el clavicordio aún no siendo este mas que un dibujo en la pared. No faltaron los silencios, ni los guiños, ni las sonrisas, ni el derroche de complicidad. Cuando las tañidos del reloj señalaron las nueve nos miramos, dejamos nuestras copas,  reunimos las butacas frente al calor de la chimenea y cerramos las ventanas, decantándonos así, mayoritariamente, en favor de la salud frente a la ambientación. Frente a nosotros un tresillo Luis XVI, dos butacas y una mesa de mármol pulido, todo con patas de pan de oro. El fonógrafo, muerto desde hace años, ocultaba en la mesa camilla un reproductor moderno y una de las más terroríficas melodías que he escuchado nunca. Dejamos huir las risas durante un cuarto de hora y acabamos en un silencio propio de un sepulcro.

Tuvo lugar así la lectura de la novela, que hubo de prolongarse, siguiendo lo estipulado durante dos noches. Nunca he querido leerla después de aquello porque sé que la palabra escrita no podrá nunca superar la visión que supone mi sobrino de doce años, pálido como la nieve y vestido de terciopelo negro mirarnos a todos a los ojos antes de susurrar: " ¡Fui yo quien sopló, querida!”

Puede parecer todo esto fruto de mi imaginación. No lo es; lo juro; apenas tengo de eso. Ocurrió todo tal como os lo acabo de contar y se repitió años después con otra pequeña novela con trasfondo gótico (la casa se prestaba a ello, ya lo habéis visto) y un par de obras de teatro. Pero esa es otra historia.

lunes, 23 de agosto de 2010

"Contra el viento del norte" de Daniel Glattauer




Nuestro caso es distinto, Emmi: nosotros partimos de la línea de llegada, y sólo se puede seguir una dirección: hacia atrás. Nos dirigimos a la gran desilusión. No podemos vivir lo que escribimos. No podemos reemplazar las numerosas imágenes que nos formamos el uno del otro. Será decepcionante que no estés a la altura de la Emmi que yo conozco. Y no lo estarás. Te sentirás deprimida si yo no estoy a la altura del Leo que tú conoces. Y no lo estaré. Después de nuestra primera -y única- cita nos separaremos desilusionados, desanimados, como después de una comida abundante que no nos ha gustado, a pesar de haberla esperado un año con un hambre feroz, de haberla hervido a fuego lento y a borbotones durante meses. ¿Y luego qué? ¡Se acabó! ¡Ya está! ¿Haremos como si no hubiese pasado nada? No. Emmi, nunca se nos borrará la imagen desmitificada, desvelada, desencantada, defraudada, resquebrajada del otro. Ya no sabremos qué escribirnos. Ya no sabremos para qué escribirnos. Y algún día nos cruzaremos en un bar o en el metro. Fingiremos no reconocernos o no vernos, nos apartaremos rápidamente. Sentiremos vergüenza por lo que ha sido de «lo nuestro», por lo que ha quedado. Nada. Dos extraños con un ficticio pasado común, por el que tanto tiempo y con tanto descaro se habían dejado engañar.
Extracto de "Contra el viento del norte"




Voy a faltar a una promesa y a contar algo de mi vida privada. No son dos cosas: la promesa era no contar nada de mi vida privada. Pero ya empecé fatal en la entrada anterior y supongo que no importará demorar un poco el cumplimiento de la norma no escrita. Os hablaré de mi madre.

Siempre he tenido con ella una relación muy especial. Soy el menor de mis hermanos; el último en llegar y en abandonar la casa de mis padres, por lo que me tocó pasar con ella (mi padre murió siendo yo muy niño) mucho tiempo de soledad compartida. Durante los últimos años que pasamos juntos, antes de irme a vivir al extranjero por asuntos de trabajo, establecimos lazos entre nosotros que el tiempo ha demostrado irrompibles.  Aprendimos a respetar nuestros silencios y nuestros espacios después de muchos gritos e invasiones. Fue una convivencia empedrada, ella empeñada en ser madre y yo empecinado en ser hijo. Al final madurando uno, verdeciendo otro, acabó todo en tablas.

Mi madre fue -y es- una lectora empedernida aunque dudo que en toda su vida haya leído más de cien libros. Puede que ni la mitad. Lo cierto es que no podría apostar ni por una cuarta parte. Aún así es más que probable que no haya dejado pasar un solo día sin leer alguna línea. Porque a mi madre lo que le gusta es leer cartas. Y releerlas. Continuamente. Cartas de sus hermanos, de sus sobrinos, de sus primos, probablemente de sus padres y por supuesto de sus hijos. No me extrañaría descubrir algún día que guarda también las del banco y las que presentan catálogos por correspondencia. (Esto último es broma) Nos inculcó desde pequeños la costumbre de escribir a todo el mundo; decía que así, escribiendo, era imposible estar solo. No le faltaba razón: no creo que haya en el mundo una familia que sepa más de sí misma que la nuestra. No he visto tampoco otra con menos secretos. Nuestro gran problema con ella era y sigue siendo, su pertinaz querencia por lo manuscrito. Jamás toleró una carta escrita a máquina por nosotros y no digamos ya un correo electrónico y eso que no tiene problema con Internet: lo tolera, lo acepta y hasta hace uso de él, pero las cartas han de ser manuscritas porque así, asegura, “tiene tiempo uno a pensar de verdad lo que está diciendo”. Intenté en una ocasión convencerla de su error: le instalé un software de correo electrónico y le expliqué brevemente el funcionamiento (esta frase tan corta fueron dos meses de tira y afloja que acabaron en un larguísimo y funcional curso de informática). Tras enviarle varios mensajes y puesto que ella se negaba a escribir con ese sistema recibí al cabo de una semana una carta suya lapidariamente corta: “Tus imeis – decía- no tienen suficientes faltas de ortografía. Te quiere, mamá”. Eso no era cierto. A estas alturas de mi vida había escrito demasiado como para tener tantas faltas como ella parecía insinuar. Lo que con esto venía a decir es que no se creía mis mecanografiadas palabras. Tuve que reescribir (manuscribir) y reenviar cada uno de esos emails porque mi madre es mucho de castigo ejemplar. Y hasta hoy.

Entenderéis así quizá que le enviase, inmediatamente y sin leerla, una novela llamada “Contra el viento del norte” que descubrí por azar en una librería y que reproduce una historia de amor entre dos personas que se conocen gracias a un error y que se comunican únicamente a través del correo electrónico. Una pequeña broma que sin duda mi madre sabría entender.  La nota con que acompañé el libro era muy corta porque la escribí en una postal, para no demorar el envío (otra costumbre que mi madre nos impuso: las cartas se escriben y se mandan o corren el riesgo de perder valor, como los periódicos de ayer):

“Mamá,
Acabo de encontrar en una librería esta novela que estoy seguro de que te gustará. Quiero decir que estoy “casi seguro” porque no la he leído. Si me dices que está bien prometo hacerlo cuando vaya a casa el mes que viene.
Te quiero,”


Conviene aclarar que este cruce de correos entre mi madre y todo el mundo se sostiene por una razón bastante simple: está “casi completamente” sorda. No siempre lo fue y sospecho no siempre lo está tanto como quiere dar entender  pero el caso es que la mayoría de las veces resulta terriblemente complicado comunicarse con ella por teléfono y acabamos siempre a gritos y repitiendo veinte veces cada cosa. Hemos optado por el sistema doble: el teléfono para las urgencias y lo imprescindible, y el correo para todo lo demás.

Al cabo de unos días me llegó la contestación. Lo normal es que tanto yo como mis hermanos recibamos cada semana una carta de mi madre y que ella la reciba a su vez de cada uno de nosotros. Entre hermanos también tenemos ese acuerdo forjado a fuera de costumbre aunque sin decirle nada a ella hemos ido poco a poco espaciando las cartas manuscritas en favor de las digitales. Nos negamos a dejarlo completamente no tanto por temor a sus reproches como a arrepentirnos en el futuro, cuando ya no esté. Creo que todos sufrimos y nos angustiamos si el buzón pasa vacío demasiados días seguidos. Y que adoramos a los carteros y al propio servicio postal.
“Entrecorchetaré” aquellas partes que no tengan relación con la novela.


“O.
Anteayer me llegó tu carta. Pensaba contestarte al momento pero ya era tarde y me dolían un poco las manos después de pasarme la tarde con el Grupo de Costura, aunque la mitad del tiempo se nos fue comiendo y hablando mal de los hijos. Es broma, cielo. Marisa me dijo que ella le había regalado ese mismo libro a su nieta o que a su nieta se lo había regalado a ella, no me acuerdo. A Marisa cada vez se le entiende menos. Supongo que fue lo primero y por encargo porque yo a esta no la veo de compras por el corte inglés.
Después de cenar y como no pasaban nada por la tele empecé a leerlo para ver qué tal porque la verdad es que la portada es bien fea. Me hizo gracia como empieza y todo eso de la confusión pero se me hace raro lo rápido que suceden las cosas cuando se escribe mucho. Antes para enamorarte por carta necesitabas seis meses por lo menos y estos chicos parece que ya se quieran después de saludarse por primera vez. Pero no te voy a estropear la novela que supongo que leerás cuando vengas. Te confieso que me ha gustado, pero ya sabes que a mi estas tonterías de los correos, aunque sean de mentira, me gusta mucho aunque me cuesta entender lo del amor. Ya sabes, que se quieran así, con mensajes tan cortos, aunque no tanto como la postal que acompañaba este libro. A veces cuando acababas un capítulo no había pasado ni media hora. ¡Con decirte que lo acabé ayer por la noche! Pero hice trampa, porque cené las lentejas del mediodía y me salté el noticiero y así me dio tiempo. ¿Recuerdas que a tu tío Luís le pasó algo así, que su novia se había ido a Alemania y se mandaban muchas cartas? ¿Recuerdas como acabó? Pues esto es lo mismo pero por ordenador. No, no es el mismo caso pero se parecen mucho. Mira hijo, te voy avisando: en el amor o lo das todo o no des nada, porque las medias tintas no sirven y pueden decir lo que quieran pero verse y tocarse es muy importante y por eso estas novelas no suelen hacer nada más que entretener un rato y no se las cree nadie. Me cuesta mucho creer que el amor funcione así durante mucho tiempo. Además estos dos no hablan de nada. Todo el tiempo “haciendo manitas” (ya me entiendes) dejando todo lo demás de lado. No hijo no, tu hazme caso y búscate una chica que puedas llevar al cine.
[…]
Muchas gracias por el libro. Cuando vengas lo comentamos tranquilamente.
Te quiere,
Mamá”


Después de esto el cruce de cartas en las que hicimos referencia directa a la novela ha sido más bien escaso, aunque me consta que ha convencido a una de mis hermanas para que la lea. Pero es que a mi madre a veces le cuesta admitir cuánto le gustan ciertas cosas.
Dentro de poco iré a verla y me enteraré de mucho más. Y sabré si este libro, al igual que muchas de sus cartas, tiene la fortuna de ser leído cien veces.

miércoles, 18 de agosto de 2010

CANSADO DE ESTAR MUERTO

Ivan Goncharov.jpg



La siguiente carta es un extracto de otra que Iván Goncharov escribió a Nikolái Rubinstein con motivo de la publicación en 1858 de Oblomov, la que sería su obra más importante y en la que le confesaba los orígenes de la novela y lo que perseguía con ella. La traducción es completamente libre y no goza de la calidad que merece puesto que fue traducida a partir de la fotografía hecha con un móvil de baja resolución por un conocido mío, estudiante de ruso, durante un visita al Palacio de Stroganov, uno de los cuatro palacios que conforman el Museo Estatal Ruso, ubicado en el centro histórico de San Petersburgo, lugar donde se conservan esta y otras cartas manuscritas que Goncharov dirigió a su editor y a varios amigos, algunos de ellos, como en este caso, importantes artistas de la época.



“Estimado Nikolái, 
Dmitri (1) me ha convencido de lo inconveniente que puede resultar publicar mi obra sin hacer las oportunas correcciones pero si no lo hago no podré hacer frente a las deudas que he contraído durante estos años que he pasado escribiendo la novela y que me reclaman insistentemente. Sabes tan bien como yo lo mucho que me ha costado llevar a buen puerto la novela, cómo yo mismo caí en la trampa mortal de mi protagonista, ese canalla de Oblomov, y en la desidia, la oblomovshchina que arrastro desde hace años. 
[…] 
Esta obra nace para arrancarme las piernas, que tengo pegadas al suelo, para arrastrarme fuera de esa pesadilla que fui yo mismo y me desvela pensar que las correcciones que Dmitri me sugiere, aunque acertadas, me hundan nuevamente en el fango del que en esta ocasión sé a ciencia cierta que no saldré.” 


Esta interesante carta viene a mostrar que Goncharov se inspiró en sí mismo a la hora de construir la novela y que fue probablemente la escritura lo que lo salvó. No sería descabellado pensar que ese Nikolái al que se dirige pueda tener también su reflejo en el personaje de Shtolz, la antítesis de Oblomov, un amigo de la infancia, de carácter afable y con una ajetreada vida, que dedica sus escasos ratos libres a tratar de sacar al protagonista de su desidia. Se encuentran también en estas líneas justificación a las numerosas revisiones y retoques que sufrió la novela hasta alcanzar la versión definitiva diez años después.

Así como Oblomov tuvo su Shtolz y Goncharov su Nikolái, tengo yo a un amigo que a fuerza de insistir, de robar minutos a su ajetreada vida a logrado desperezarme y me ha animado a inaugurar este blog que es desde hoy tan suyo como mío. 



Quizá me he cansado de estar muerto.








(1) Supuestamente se refiere a Dmitri Vasílevich Grigoróvich (1822-1899) que fue una figura destacada entre los intelectuales que por entonces vivían en San Petersburgo. En “Memorias literarias” descubre cómo vivían y trabajaban los grandes genios de la literatura rusa. Aunque no hay documentación que lo atestigüe se cree que colaboró en una importante editorial época.